martes, 20 de marzo de 2012

¿De qué habla la gente antes de morir?


Ayer en la tarde estaba pensando en algo a lo que siempre llego a la misma conclusión y me perdonarán pero es lo que pienso por ahora y no es debatible conmigo porque para mi es un hecho. Con amor no me lleno el estómago; con amor no puedo cubrir mis gastos médicos; con amor no puedo ir a la mejor universidad para recibir la mejor educación, con amor no puedo viajar (no sólo para pasear sino para aprender cultura); sólo con amor quizá me vaya al cielo. Eso es todo. De lo que yo hablaría antes de morir es por qué no tuve más dinero para comer cosas que nunca probé, en lugares a los que nunca pude ir y por qué no tuve más dinero para estudiar más idiomas, aprender a tocar el piano, el violín y el clarinete, tomar clases para bailar tango, y quizá si hubiese tenido más dinero, no estaría aquí hoy muriendo de alguna enfermedad que podría haberse evitado o controlado con los mejores especialistas.


Tal vez en algún momento verán una de esas imágenes en internet en la que aparecen unos niños pobres de lo más alegres jugando descalzos sobre la tierra y con una leyenda en la parte inferior que dice algo así: "La verdadera felicidad está en esos pequeños momentos". Pero, ¿realmente son felices? A lo mejor sí porque no conocen las cosas que hay más allá y no se ama lo que no se conoce. Sin embargo sus madres que los aman, los alimentan con un pan y agua de canela todos los días, porque no alcanza para más.

Como leí por ahí hace pocos días: "Si Dios existe, más vale que tenga una buena excusa". 


¿De qué habla la gente antes de morir?

Por Kerry Egan*
(CNN) — Cuando estudiaba teología, empecé a trabajar como capellán en un hospital de cáncer. En una ocasión, mi profesor me preguntó por mi trabajo. Tenía 26 años y todavía para entonces trataba de familiarizarme con las funciones que debía realizar.
“Hablo con los pacientes”, le dije.
“¿Hablas con los pacientes? Y dime, ¿de qué platica contigo la gente enferma que va a morir?”, me preguntó.
Nunca había considerado esa pregunta. “Bueno”, respondí lentamente, “Principalmente hablamos de sus familias”.
“¿Hablan de Dios?”, insistió.
“Hmm, por lo general no”, le dije.
“¿O de su religión?”, prosiguió.
“No mucho”, respondí.
“¿El significado de sus vidas?”.
“A veces”.
“¿Y rezan, los guías en oración, o en un ritual?”
“Bueno”, dudé. “A veces. Pero no siempre, realmente no”.
Sentí una especie de burla en las palabras de mi profesor cuando dijo: “¿Entonces solo visitas a la gente y hablan de sus familias?”.
“Bueno, ellos hablan, casi todo lo que hago es escuchar”, le dije.
“Ha”, dijo mientras se recargaba en el respaldo de su silla.
Una semana después, a la mitad de una clase de este profesor que estaba hasta el tope, él empezó a contar una historia acerca de una estudiante que conoció, que era capellán en un hospital.
“Le pregunté: '¿exactamente qué es lo que haces como capellán?', y ella contestó: 'bueno, hablo con la gente de sus familias'”. Enseguida hizo una pausa. “¡Es de eso de lo que ese estudiante cree que se trata la fe!, ¡eso era lo más profundo a lo que llegaba su vida espiritual! ¡hablar sobre las familias de otras personas!”.
Los estudiantes se burlaron sobre lo banal que era ese tonto estudiante. Pero el profesor continuó.
“Pensé que si alguna vez estuviera enfermo en ese hospital, si me estuviera muriendo, la última persona a la que me gustaría ver es a un estudiante capellán de la escuela de teología que quiera que hablemos sobre mi familia”.
En ese instante, sentí que mi cuerpo se adormecía de la pena.
En ese momento sentí que si yo fuera un mejor capellán, sabría cómo hablarle a las personas acerca de grandes temas religiosos.
A lo mejor si los moribundos se encontraran con un mejor capellán, uno con más experiencia, hablarían de Dios, pensé.
Hoy, 13 años después, soy capellán en un hospicio. Visito a la gente que va a morir en sus casas, en hospitales, en casa de retiro. Y si me hicieras la misma pregunta, ¿De qué es de lo que la gente enferma, ya a punto de morir, habla con el capellán?, yo, sin dudarlo, con toda seguridad, te daría la misma respuesta. Principalmente, ellos hablan de sus familias: acerca de sus mamás y papás, de sus hijos e hijas.
Hablan del amor que sintieron, del amor que dieron. Muchas veces hablan del amor que no recibieron, o del que no sabían cómo ofrecer, del amor retenido o a lo mejor del que nunca sintieron por los que debieron de amarlos incondicionalmente.
Hablan de cómo aprendieron sobre lo que es y no es el amor. Y a veces, cuando ya están muriendo, con fluido en sus gargantas, estiran la mano para agarrar a alguien o algo que yo no veo.
Lo que no entendí cuando era estudiante, y se lo explicaría ahora a ese profesor, es que la gente le habla al capellán acerca de su familia porque es así como hablamos de Dios. Es así como hablamos del significado de nuestras vidas y es así como hablamos acerca de las grandes preguntas espirituales de la existencia humana.
No vivimos nuestras vidas en nuestras cabezas, en teología y en teorías. Vivimos nuestras vidas en nuestras familias: las familias en las que nacimos, las que creamos y las que hacemos a través de la gente que escogemos como amigos.
Aquí es donde creamos nuestras vidas, donde le encontramos sentido, donde nuestro propósito es claro.
La familia es el primer lugar en el que experimentamos el amor y en donde lo damos por primera vez. Es probablemente el primer lugar en donde alguien a quien amamos nos lastima y es el lugar en donde esperamos aprender a superar el rechazo más doloroso.
Con este amor es con el que nos empezamos a preguntar esas grandes cuestiones espirituales, y dónde acabarán al final.
He visto tales expresiones de amor: un esposo lavándole la cara a su mujer cuidadosamente con una toalla fría, tomando la parte de atrás de de su cabeza rapada con su mano hasta llegar a su nuca porque está muy débil para que ella la levante de la almohada. Una hija dándole de comer pudín en la boca a su mamá, que no la ha reconocido por años.
Una mujer acomodando la almohada del cuerpo de su esposo que ya no respira para ayudarle al sepulturero a pasarlo a la camilla de espera.
No aprendemos el significado de nuestras vidas discutiéndola. No se encuentra en libros o en salones de clase ni en iglesias o sinagogas o mezquitas. Se descubre a través de estas acciones de amor.
Si Dios es amor, y creemos que eso es cierto, Entonces aprendemos de Dios cuando aprendemos del amor. El primer, y por lo general el último, salón de clases del amor, es la familia.
A veces ese amor no solo es imperfecto, parece estar desaparecido por completo. Cosas monstruosas les pueden pasar a las familias. Muy seguido, más de lo que quiero creer posible, los pacientes me cuentan lo que se siente cuando la persona que amas te golpea o te viola. Me cuentan lo que se siente saber que tus padres no te deseaban. Me platican lo que es ser el blanco de la rabia de una persona. Me cuentan lo que se siente saber que abandonaste a tus hijos, o que tu manera de beber destruyó a tu familia, o que fallaste en cuidar a los que te necesitaban.
Hasta en estos casos me sorprende la fuerza del alma humana. Las personas que no conocieron el amor en sus familias saben que debieron haber sido amadas. De alguna manera saben lo que les hizo falta y lo que se merecían de niños y de adultos.
Cuando el amor no es perfecto, o la familia es destructiva, hay otra cosa que se puede aprender: el perdón. El trabajo espiritual del ser humano consiste en aprender a amar y a perdonar.
No necesitamos utilizar palabras de teología para hablar de Dios. La gente que está cerca de la muerte casi nunca lo hace. Debemos de aprender de los que están muriendo que la mejor manera para enseñarle a nuestros hijos acerca de Dios es amándonos los unos a los otros completamente y perdonándonos del todo, así como nosotros esperamos ser amados y perdonados por nuestras madres y padres, hijos e hijas.
*Nota del Editor: Kerry Egan es capellán en un hospicio en Massachusetts y es autora de “Fumbling: A Pilgrimage Tale of Love, Grief, and Spiritual Renewal on the Camino de Santiago”.
(Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente a Kerry Egan).